Si la estrategia humana más convencional es asumir que el mundo nos pertenece, en este trabajo de Lázaro Izael sucede justamente lo contrario: son las palabras quienes forman, y quienes se hacen dueñas de lo humano y, más aún, de sus formas expandidas, son ellas mismas las que indican el desborde, el exceso, lo que no se alcanza a decir con el lenguaje de todos los días. “Ando sobre mí misma /y sé que hay un animal en todo esto”, dice una de las voces del libro: un cuerpo que se vuelve extraño cuando se cobra conciencia de él, porque cambia, porque sobre todo somos nosotrxs quienes cambiamos cuando desplazamos la mirada y elegimos vernos y ver el mundo desde otros sitios, porque la voz de Lázaro Izael, tan de sí, nos hace ir a las zonas oscuras de quienes somos, a las zonas del miedo, a las de la fricción y el choque.

¿Qué es lo que nos acompaña cuando amamos, cuando queremos encontrarnos con la otra? Las familias, los mandatos, aparecen aquí como algo contra lo cual hay que trazar refugio, equilibrarse sobre una cuerda, hacer nuevos caminos de sentido que sean a la vez posibilidades del deseo y la comprensión: venimos de gente que no podía hacerlo distinto. Si, como afirma Lázaro, todo cuanto amé se muere conmigo, entonces se vuelve necesario asumir que el amor es al mismo tiempo luz y destrucción, y que amar es convertirse también en aquello que se ama: peligro y dicha simultáneos, necesarios para entender que no es posible aproximarse sin predecir la colisión.

Estos poemas huyen de los clichés de la poesía y los bordean, encuentran la manera de construir significado a partir de sus retazos, a partir de eso animal, casi primitivo, que late en cada palabra escrita, en esa necesidad primordial de encuentro: aquí, las explosiones están para iluminarnos, para no dejarnos salir intactxs, para “ir tan dentro de nosotros/hasta afirmar que nos hemos derramado”, para que se recargue en nuestros cuerpos todo lo que no entendemos y para que, mediante sus metáforas, logremos transformarnos.

Yolanda Segura